Daniel Coronell
Presidente de Noticias de Univisión
Quiero dedicar de manera ferviente este Gran Premio a la Libertad de Prensa 2025… a una bala. Sí, a la bala de la que escapé hace unos años y que se quedó esperándome gracias a una persona que hoy está entre nosotros.
Para relatarles esta historia debo empezar diciéndoles que, en Colombia, donde he desarrollado la mayor parte de mi carrera, ser periodista y estar amenazado han sido casi sinónimos. La amenaza es algo que uno recibe prácticamente al mismo tiempo con la libreta y la pluma. Por eso muchos de los reporteros de mi generación nos acostumbramos a vivir con las amenazas hasta el peligroso límite de volverlas normales. Hemos visto caer asesinados a 169 periodistas en Colombia, de acuerdo con las cifras de la Fundación para la Libertad de Prensa, Flip. Ejerciendo el oficio fueron acribillados desde el más ilustre de todos, Guillermo Cano, director de El Espectador, el diario más antiguo de Colombia, hasta sencillos reporteros en las regiones más apartadas del país.
De todas maneras, hay más amenazas que atentados y siempre terminamos pensando que la intimidación no se va a concretar. Esa confianza irracional en la falta de palabra de los criminales ha puesto a algunos de mis colegas en manos de ellos, pero también a muchos les ha permitido continuar viviendo –o si ustedes prefieren, malviviendo– mientras siguen haciendo periodismo. Pasado un tiempo, las cosas se calman y después vuelven en un ciclo de largos miedos y cortas calmas. Así apacenté muchas veces mi situación y me fui acostumbrando a que la vida se fuera llenando de carros blindados, de chalecos antibalas y de guardaespaldas. Pese a todo, en el año 2005 una campaña de amenazas acabó con la tranquilidad de toda mi familia, nos quitó el sueño (los sueños), las ganas de vivir; y aún el amor por el periodismo que mi esposa y yo pensábamos que estaba hecho a prueba de todo.
El periodista Daniel Coronell recibió el Gran Premio SIP a la Libertad de PrensaMaría Cristina y yo estábamos preparados para afrontar amenazas en contra nuestra, pero no de nuestra hija Raquel, nuestra única hija en ese momento, que por aquel entonces tenía solo seis años.
Amenazas
Durante cuatro meses recibimos llamadas telefónicas en las que, en medio de las peores procacidades, nos decían que nos devolverían a nuestra niña en pedazos. También correos electrónicos difamatorios e intimidantes, esquelas mortuorias y coronas fúnebres. Aunque pusimos estos hechos en conocimiento de las autoridades, la verdad es que nadie hizo nada para investigar lo que pasaba. El apoyo que nos negó el estado colombiano, nos lo dieron nuestros compañeros de oficio. Seis periodistas de Noticias Uno, el medio en el que trabajábamos, me ayudaron a seguir las pistas. Muchas de ellas, no llevaban a ninguna parte. Supimos por ejemplo que las coronas mortuorias habían salido de una floristería cercana al hoy desaparecido Departamento Administrativo de Seguridad, DAS. Allí nos dijeron que alguien las había encargado desde otra ciudad y las pagó en efectivo. Hasta ahí pudimos llegar.
Nuevas autoridades de la SIPPero una pista finalmente nos llevó a una persona concreta: Un ex congresista y también ex presidiario había estado en una cárcel de Estados Unidos por narcotráfico. Pese a estos antecedentes –o quizás gracias a ellos– conservaba una gran amistad con el entonces presidente de Colombia, Álvaro Uribe, y con su familia. De su computador salieron algunos de los mensajes aterrorizantes. Con esa evidencia escribí una columna llamada “Descubriendo al verdugo” que fue publicada dos días después y replicada en varios medios. Un querido amigo, conductor del informativo radial más escuchado del país, me contó que después de publicar la noticia, una persona llamó a la estación de esa cadena en Miami, Estados Unidos, y aseguró que conocía los detalles del plan para matarme. Narró paso a paso las rutinas diarias de mi esposa, de mi hija y mías. Todo era rigurosamente cierto. Describió marcas, modelos y colores de los vehículos que usábamos, las vías por las que nos movíamos y por último contó que el jueves de esa semana estaba previsto mi asesinato. Iba a suceder a la entrada del trabajo, en la única puerta posible, en una acción rápida que ocurriría exactamente cuando me bajara del carro. Un hombre, al que identificó con un alias, me dispararía, cruzaría de prisa una reja que lo separaba de la calle y huiría junto con su cómplice en una motocicleta.
Esa bala es la que hoy quiero recordar.
No puedo describir los pensamientos que se agolparon en mi cabeza. Las rodillas me temblaban, alcanzaba a oír el latido de mi corazón. Tenía al mismo tiempo urgencia de irme y pánico de salir a la calle.
El tsunami de la IAPor un lado sentí alivio porque era yo el objetivo de esa bala y no nuestra hija. También supe que debía salir de Colombia, al menos unos días, para aliviar la situación. No había tenido la misma suerte mi amigo Jaime Garzón, asesinado cuando iba a su trabajo en una estación de radio en Bogotá. Ni Guzmán Quintero Torres, antiguo corresponsal de Noticias Uno y periodista de El Pilón de Valledupar, quien después de denunciar el asesinato de mujeres y niños a manos de militares, fue muerto a tiros de pistola cuando iba a reunirse con una fuente de información en un hotel. Como este caso hay decenas. Por eso prudentemente adelantamos un viaje de vacaciones que teníamos previsto a Argentina. Allí recibí la llamada de una persona que en representación de una institución salvó nuestras vidas. Se trata de Carlos Lauría, hoy director ejecutivo de la Sociedad Interamericana de Prensa, y en ese momento director del Programa para las Américas del Comité de Protección a los Periodistas.
*Fragmento del discurso de agradecimiento del Gran Premio de la Libertad de Prensa de la SIP.